Volvían de alcanzar a Verónica a la casa de su novio. Era un precioso sábado a la noche de diciembre, apenas dos semanas antes de Navidad. El calor ya se apoderaba de la ciudad y el clima cálido sugería la pronta llegada de las ansiadas vacaciones y el merecido descanso.
En ese clima lleno de alegría y expectativas, la joven pareja retornaba a casa.
No entró la camioneta en el garage, ¿para qué? Si luego saldrían. Entonces, la estacionó en la calle enfrente de la casa. Antes de bajar, esperaron que los autos pasen, que desde su visión no eran más que unas líneas de luces constantes que no cesaban de transcurrir.
Y pasaban. Y esperaban. Ella abrió una puerta y se encontró con una de esas luces. Y con voces inentendibles. “Corré”, le dijo el novio. “¿Qué?” Ella no entendió. “Vení para acá, rápido”. Una de esas luminosidades brillantes se detuvo. No era sólo una luz. Leves gritos. Se sintió el ruido de un vehículo que se detuvo. Era una moto.
Él la alcanzó y corrieron. No eran las doce, ni ella era Cenicienta, pero se rompió su zapato. No entendió nada y no llegó a sostenerse. Cayó de lleno al piso. Sus rodillas sangraron, su frente, su nariz, sus codos, su pera, no siente el dolor. Él no se da cuenta que ella cayó. Le dice que se apure. Ya es tarde.
“Son chorros”, le dijo. Pero apareció sólo uno. No dijo nada. Los miró.
“¿Se la van a llevar a ella?” “¿Nos van a secuestrar?” “¿Quieren la camioneta?” “¿Quieren plata?” “¿Quieren entrar a la casa?”
Sostenía un arma tan grande que la debía agarrar con sus dos manos. Pero no les apuntaba, ésta se dirigía hacia el costado. Él pensó que le dispararía en el estómago, muy valiente se colocó delante de su novia y la protegió todo el tiempo.
Entonces él le preguntó: “¿que querés?”. “Todo lo que tengas, dale pibe”. Le entregó la billetera y las llaves de la camioneta.
Agarró todo y tiró las llaves. Las pateó, mejor dicho. Corrió y se subió a la moto enorme en la que su compañero lo esperaba.
El papá de él salió, preocupado, porque vio la camioneta estacionada y ninguno de ellos estaba. “Están muertos y quedaron tirados adentro”, pensaba. Cuando salió se encontró con uno de los ladrones que lo miró fijo y le preguntó: “¿acá vive el pibe?” Pensó lo peor.
Mientras tanto, los chicos corrían hacia la esquina, porque intentaban demostrar a los malhechores que allí no vivían, que se olviden de ellos, que no los vuelvan a atacar. Pero vio a su papá.
Se acercaron a la casa de nuevo. Estaban aún muy asustados. Se encontraron con la familia, trataron de tranquilizarlos. Justo pasó un patrullero, llamaron a los policías, éstos se acercaron y les comentaron que estaban buscando justo a “estos dos tipos: pelo largo y lacio, jovencito, casi adolescente delgado, tez blanca. Sí, son los mismos que esta noche ya hicieron más de 10 robos”. “¿Y qué hacen acá con nosotros, síganlos, se fueron para allá?” “Sí, si, claro.”
En la zona sur del Conurbano circula el mito de que los carteles de San Expedito son códigos que los policías y delincuentes comparte para compartir información sobre que zona está “liberada,” es decir, sin control policial y posible de ser asaltada a gusto y piacere.
Cada vez más, los vecinos notan este tipo de señalizaciones. Porque no es sólo el robo a mano armada, el hurto en la calle o la amenaza latente, es la sensación de estar vulnerados en lo más íntimo, esa percepción de ser tan pequeños frente a otros.
Es ese sentir de impotencia, incapacidad, falta de oportunidad de decisión. No somos dueños de nuestro propio destino, de la existencia que nos tocó, de la vida que transcurre. Porque precisamente todo puede concluir en un instante.
En este juego de idas y venidas, los funcionarios procuran atribuir responsabilidades entre las figuras de la policía. Tras una ola de hechos delictivos, muchos de ellos derivaron en asesinatos, el Ministro de Seguridad Bonaerense, Carlos Stornelli, dispuso el relevo del titular de la Jefatura Departamental Conurbano Norte y en su reemplazo designó a un alto jefe de investigaciones, Omar Nasrala.
Uno de esos hechos de violencia que movilizó a la población fue el asesinato del ingeniero Ricardo Barrenechea, cometido el 21 de octubre pasado en su chalet de la localidad de Acassuso donde también resultó herido uno de sus hijos. Por ese caso hay tres adolescentes detenidos. Ese mismo día, se produjeron otros dos violentos robos casi a la misma hora y a pocas cuadras de distancia de la casa del ingeniero.
La creciente ola delictiva registrada en la zona Norte del conurbano el mes pasado provocó que cientos de vecinos se concentraran el domingo 26 de octubre frente a la municipalidad de San Isidro en reclamo de seguridad. Igualmente el en la noche del jueves pasado, 30 de octubre, fue asesinado de un balazo en el Tigre el farmacéutico Raúl Alberto Lugones, de 36 años, durante un asalto.
Por otra parte, la provincia de Buenos Aires comenzó a estructurar redes de educación y capacitación con empresas y grupos sociales para la inclusión de 400 mil adolescentes y jóvenes, según anunció la semana pasada el ministro de Desarrollo Social, Daniel Arroyo.
De este modo, el gobierno de la provincia busca que los adolescentes y jóvenes excluidos del sistema estudiantil y laboral y que son propensos a terminar en la delincuencia, en una franja de 14 a 25 años, sean absorbidos en planes de capacitación que tengan al mismo tiempo salidas laborales previstas.Falta de inclusión en el mercado laboral, carencia de oportunidades, problemas educativos, adicciones son parte de una lista inmensa e interminable que amenaza todos los días a una porción importante de población. Entre esta maraña de causalidades e implicancias, la inacción conduce al descreimiento y, como un virus, la muerte y violencia se siguen esparciendo.
Guadalupe Piñeiro y Mariana Marcaletti
lunes, 10 de noviembre de 2008
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1 comentario:
Avisen en el encabezado que este blog es auspiciado por alguna agrupación fascista, así nos evitamos el vómito de leerlo. Gracias.
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