jueves, 25 de septiembre de 2008

Pibes chorros

Silvana Cóceres (26) jugaba con su hijo Joaquín de apenas un año. Era el mediodía del miércoles 17 de septiembre cuando limpiaba las ventanas, de espalda a la puerta de entrada de su casa, en San Fernando. Estaba muy concentrada en su quehacer, procurando quitarle todas las manchas a los vidrios, cuando de repente sintió una mano fría que le tapó la boca. “Agachate y agarra al bebé. Hace que se calle”, le ordenó el joven de 21 años que tenía a sus espaldas. “¿Dónde está la plata?”, la increpó. El joven ladronzuelo, rapado a cada lado de su cabeza, con una cresta y claritos en el pelo, no estaba solo: lo acompañaba otro adolescente de 16 años. Los dos habían cruzado todo el conurbano bonaerense para llevar adelante su “trabajo”. Venían desde La Matanza.
Silvana tomó a su hijo que no paraba de llorar y les dijo que el dinero estaba en su habitación. El mayor de los delincuentes, que era quien llevaba las riendas del atraco, la tomó del brazo, la llevó a la pieza y la sentó en la cama. Cóceres les dijo que el dinero estaba en el segundo cajón del armario, les pidió que lo tomen y se vayan. Pero cuando los delincuentes se percataron de que apenas había 150 pesos, todo empeoró.
-¡Decime dónde hay más plata!- se alteró el mayor.
- No hay más-respondió la mujer.
- ¿Cómo que no hay más? - insistió.
- Habla mucho y no dice nada, pongámosle algo en la boca para que se calle- sugirió superado por la situación el delincuente menor de edad. Y eso hizo: primero intentó con un cinto. No pudo. No obstante, siguió con su cometido. Agarró una musculosa blanca, la cortó, puso un bollo en la boca de Cóceres y encerró en el baño a la madre con su hijo que no dejaba de llorar.
Algunos minutos más tarde, intrigada en saber si los ladrones se habían ido, la mujer asomó la cabeza, pero fue para peor. Los púber delincuentes no tenían pensado irse tan rápido. Al verla con media cabeza fuera del baño, le ataron los pies con un cinturón de cuero marrón, en represalia.
Con las víctimas mañatadas los jóvenes comenzaron a desvalijar la casa. Llenaron un bolso Rip Curl negro que encontraron en la habitación con todo tipo de objetos: un DVD, una filmadora, alhajas, celulares, una remera de Tigre, un termómetro digital y cochecitos de juguete. Con el bolso y una bolsa de consorcio cargados a sus espaldas, los dos jóvenes dejaron la casa, tras treinta minutos de "visita".
Al escuchar el ruido de las puertas que se abrían y se cerraban, ese mismo sonido que no pudo oír media hora atrás, Cóceres se desató y acudió a los vecinos en busca de ayuda.
Los “pibes chorros” dejaron la casa algo nerviosos y se lanzaron a caminar por el centro de San Fernando arrastrando los bolsos. Perseguidos y temerosos, a cada instante giraban sus cabezas mirando hacia atrás, intentando percibir si alguien los seguía.
No faltó mucho más tiempo para que los atrapen.
Un vecino los vio en una actitud sospechosa, le avisó a un móvil que circulaba por el barrio. El celular los siguió dos cuadras, los interceptó y al ver la cantidad de objetos que llevaban encima, los trasladó a la Seccional Primera.
De esta manera terminó la aventura de dos jóvenes desamparados por el sistema, que vinieron desde La Matanza para haceerse el mes, y el sufrimiento de una mujer y su hijo que los padecieron.

Criminal por accidente

— La verdad es que no te entiendo, esa necesidad de tener todo planificado y calculado...
— No lo puedo evitar, ya lo sabés, me conocés. Los contadores somos así: anticipo y tengo previsto exactamente qué hacer en cada situación. Por ejemplo, uno sería un idiota si en una ciudad como Buenos Aires no pensara que alguien lo va a afanar. Por eso, cuando bajé de la Panamericana el otro día y el chorro me clavó el fierro en la ventanilla del auto, actué de acuerdo a lo que había planeado. Lo tenía todo pensado.
— Es una taradez lo que decís. Fue intuición.
— No. Capacidad de análisis y plan previo. Yo pensaba, entonces, que en el caso de que alguien me increpe de esa manera y trate de abrir la puerta del auto para secuestrarme, robarme o lo que sea, yo tendría tiempo para arrancar el auto e irme. Y es lo que hice. Todo es premeditación, nada queda liberado al destino. Así somos los contadores, por algo elegimos esta profesión que nos exige pensar en situaciones y consecuencias probables todo el tiempo.
— Decís eso porque te salió bien. Pero si te hubieran pegado un tiro y asesinado, hoy no estarías acá diciéndome esto.
— Pavadas. No te digo que soy inmune, pero tengo el don de la anticipación y, además, te digo que... ¿que fue eso?
— No sé.
— Pisamos a alguien.
— Sería un perro o una liebre.
— Dejate de joder. Es una persona. Salpicó sangre. Pará el auto.
— Los animales también tienen sangre, no seas pelotudo y sigamos la ruta que sino no llegamos nunca a Rosario y es tarde. Es un animalito, ya está, no te pongas así.
— Te digo que es una persona, pará el auto y fijémosnos si está viva.
— ¿Vos que querés, boludo? ¿Qué vayamos en cana de por vida por llevarnos puesto a un tarado que estaba paseando en medio de la ruta en plena madrugada?
— Escuchame, vamos a volver y a fijarnos cómo está, a llevarlo a un hospital. Y después vamos a la policía.
— ¿Estás loco? No pienso parar, ni mirar al fiambre, ni entregarme. Claro, vos zafás porque total no manejabas. Pero, ¿quién fue el que me estaba distrayendo? Si caigo en esta, no caigo solo.

Después de una larga discusión, Carlos convenció a Ramiro de ir a inspeccionar qué había sucedido. Contradiciendo sus propias convicciones, se sorprendieron al descubrir que lo que estaba despedazado en la ruta era un cuerpo humano. Un cadáver, mejor dicho.

— La puta madre. Rajemos. Mañana nos vamos a cagar de risa cuando nos acordemos de esto.
— No lo creo. Tenemos que ir a la comisaría y avisarles. Si no vamos, es abandono de cuerpo y nos pueden dar más años. A la larga o a la corta, todo se descubre, mejor si confesamos. Las mentiras tienen patas cortas.
— No seas cagón. Cuántos violadores, chorros, narcos andan sueltos y nadie los agarra.
— Pero nosotros somos unos pichis y nos van a cazar. Dale.

Después de muchas idas y venidas, Carlos volvió a persuadir a su amigo. Sólo que en esta ocasión sus argumentos de contador experto ya no le eran útiles: lo hecho, hecho estaba.

— Ya está. Llegamos.
— ¿Tendríamos que haberlo traído con nosotros?
— No, hicimos bien en dejarlo ahí.
— ¿Y si alguien lo vuelve a pisar?
— Callate, que más puede pasar, si ya esta muerto. De última, alguien más piensa que lo mató y nos sacamos un peso de encima.
— ¿Qué le vas a decir al cana?
— La verdad, obvio.

Claro que, la verdad no es una sola. Carlos tenía su verdad: estaba de yéndose de vacaciones con su amigo de toda la vida, por la provincia de Santa Fe dónde siempre solían ir cuando, de repente, escucha un ruido y se da cuenta de que su compañero atropelló a alguien. Siempre es más fácil echarle la culpa al otro. Carlos, como siempre, tenía todo planeado. Pero Ramiro no sabía que iba a hacer ni decir. No paraba de temblar, las manos le transpiraban. Sabía que Carlos lo iba a delatar. Como siempre hizo, como cuando le tiraba onda a las chicas que a él le gustaban y se las robaba antes o cuando le dijo a la ex mujer de Ramiro que él la engañaba. Esta vez no iba a ser diferente.

— Los dos, al calabozo. ¿Cómo pudieron dejar al pobre muerto ahí tirado?
— ¿Y qué podíamos hacer? ¿Querías que lo traigamos a la comisaría, como evidencia? Vayan a buscarlo ustedes, es lo que corresponde.
— Yo sé muy bien lo que me corresponde. No necesito que nadie me lo diga. Usted ocúpese de hacer lo que le corresponda a usted. Además, yo a usted nunca lo tuteé y no sé por qué se tomó el atrevimiento. A las personas mayores no las tuteo. Y si me toman el brazo, después son los hombros y no dejo que nadie gane mi confianza. Al calabozo.
— ¿Cómo? ¿Nos van a poner con los delincuentes?
— Van a pasar la noche ahí. Yo no soy el comisario y hoy es sábado, así que hasta el lunes van a tener que esperar que él venga y decida que hacer con ustedes. Manga de asesinos.
— ¿Cómo hasta el lunes? Me van a matar en el laburo si no voy a trabajar...
— Acá no hay lugar para llorones. Las cosas son así. Al calabozo.

Antes de llevarlos, un policía jovencito y flacucho los esposó y les sacó fotos, de frente y de costado, cargando una pizarra con unas cifras.
Los dos días en la cárcel fueron toda una novedad, aunque lo más dificultoso de superar fue la primera noche. El primer problema, el baño. Lo tendrían que compartir con otros reclusos y, aunque no les agradaba ser vistos, la necesidad fisiológica impera. Era un lugar tranquilo, los presos estaban ahí por condenas menores: robar en la tienda del pueblo, golpear a alguna mujer, todas pavadas para Carlos. Sin embargo, no podía evitar sentir una mirada indagadora por parte de los otros.

— No se te ocurra alejarte.
— Quedate tranquilo, acá estoy.

El hambre no se hizo esperar, pero había que contentarse con un poco de pan y agua mientras los policías se agasajaban con pizza y cerveza. Carlos se acordaba de lo que había estudiado, hace mucho, en la universidad pública y esos conceptos que en ese momento le parecían tan abstractos ahora se le volvían claros: monopolio de la violencia pública, coacción, fuerza de seguridad, sojuzamiento, marginalidad, desigualdad... todo le parecía tan obvio y nunca se había sentido tan chiquito. Siempre había tomado sus propias decisiones y no le agradaba que otros las tomaran por él.

— Hora de levantarse.
— ¿Tan temprano? ¿Para qué?
— Tienen que limpiar todo.

Lo peor que le podía pasar en la vida era tener que limpiar los baños. Y fue eso lo que le tocó. No era sólo el asco, sino que además en su visión la limpieza era una actividad degradante, para personas de una escala social inferior. Era más su sensación de humillación lo que le molestaba que el simple hecho de higienizar el lugar.
Fue el fin de semana más largo de sus vidas. Si los condenaban, ¿Cuánto tiempo más estarían adentro? ¿Cuántos meses tachando en un almanaque imaginario? Mientras su cabeza se volcaba más a esas percepciones insólitas, la ansiedad de saber qué sucedería luego penetraba sus asociaciones de un modo abrupto. ¿Voy a volver a ver a mi familia? ¿Qué van a pensar de mí los otros? No, la cárcel no me rehabilitaría, me volvería peor.
El lunes llegó. Y con la nueva semana llegó el comisario.

— Ustedes dos.
— ¿Qué pasa?
— Vienen conmigo. Ya mismo.
— ¿Qué nos van a hacer?
— Chito la boca y acompáñenme que los quiere ver el comisario. Parece que es grave, se me hace que van a tener que acostumbrarse a estar acá adentro. Pasen.
— ¿Comisario?
— Quién les habla. Están libres, señores.
— ¿Cómo?
— Lo que les dije. La autopsia nos informó que este tipo estaba hace una semana muerto, disculpen las molestias ocasionadas. Pueden irse.
— ¿Perdón? ¿No nos va a explicar que pasó?
— ¿Ustedes son de Buenos Aires, verdad?
— Sí.
— Bueno, acá en estos pueblitos es costumbre salir a pasear por la noche, tomar unos tragos… algunos se pasan de rosca y terminan borrachos, cuando buscan su casa no la encuentran, dan vueltas, algunos vuelven al bar que está cerca de la ruta y siguen chupando, y otros se cansan y se tiran a dormir al costado de la ruta. Claro que, de tan en pedo que están los más vivos se quedan campo adentro pero otros, como este fiambre que denunciaron ustedes, son medio pánfilos y palman en la banquina. Alguien lo atropelló antes que ustedes.
— Que alivio. ¿Entonces no tenemos nada que ver? ¿Nos podemos ir?
— Si, tienen que llenar unos papeles antes.
— ¿El que lo atropelló se dio a la fuga?
— Así hacen siempre los conductores. Ustedes dos fueron la excepción. Lo típico es matar e irse, no dar la cara, lavarse las manos y tratar de hacer como si nada hubiese sucedido.

Según el Instituto de Seguridad y Educación Vial (ISEV), en Argentina el año pasado se informaron más de 2.543 casos de personas atropelladas, que representan el 25 % del total de los accidentes viales. No obstante, merecería un debate si se trata de accidentes o crimenes. En la mayoría de estos casos en que seres humanos resultan víctimas tras haber sido arrasadas por un vehículo, los conductores se dan a la fuga.
A la hora de otorgar responsabilidades, una inmensa cantidad de infractores quedan impunes por haberse escapado del sitio del hecho en cuestión.
Por otra parte, la Secretaría de Derechos Humanos de la provincia de Buenos Aires admitió que es posible que la justicia penal retenga presos por ser presuntos sospechosos de algún crimen y que después se comprueba que no estaban vinculados.
De acuerdo con las estadísticas de la Procuración General provincial, tres de cada diez presos son liberados luego de probarse su inocencia. En el ínterin, pueden pasar encarcelados de tres a cuatro años hasta que se investigue su caso y se sepa la verdad. Para Carlos y Ramiro duró sólo un fin de semana.

Contra la corriente

"Caso cerrado", dijeron los camaristas de la Sala nº 4 de La Matanza. El 6 de diciembre de 2005, luego de un juicio que duró nueve días, concluía la causa Diego Lucena. Los padres decidieron retirarse de las audiencias al segundo día. No estaban conformes ni con la investigación, ni con el juicio. Aún hoy, insisten que todo estuvo armado y apuntan contra la Policía. Por eso, el caso de su hijo tiene un desprendimiento por falso testimonio y falsedad ideológica contra once policías y catorce testigos.
Roberto Lucena fundó una asociación civil que lleva el nombre de su hijo asesinado. Trabajan con casi cincuenta familias con casos impunes. Uno de ellos, insisten, es el de Diego. Por eso realizaron esta denuncia a fines del 2007, cuyo expediente está a cargo de la dra. Celia Cejas, de la Fiscalía nº 1 de La Matanza. Su versión es que a Diego lo atrapan dos patrulleros y luego lo abandonan, fallecido, a dos cuadras del boliche. Eso es lo que dijo ver Martín Brítez, testigo aportado por la familia al juicio, que luego terminó procesado. "Además, nosotros hablamos con los vecinos", dicen. Por esta nueva causa, están involucrados oficiales de la comisaría 21ª de La Matanza y de la DDI del mismo partido. "Pero la causa y el juicio estuvieron armados", reclama a los cuatro vientos Roberto.
El joven apareció muerto en la madrugada del 20 de junio de 2004, boca abajo y con el brazo izquierdo torcido en la espalda. Había sido asfixiado. Tenía 22 años cuando, en su última noche con vida, salió al boliche Invasión Tropical, en Ruta 3 7700, Isidro Casanova. En la madrugada, habría sido expulsado por los patovicas. Lo que sigue después es la cuestión. Según el fiscal que investigó, Gustavo Banco, y avalado por el juicio, Lucena murió tras una pelea con un grupo de jóvenes a la salida. Le robaron las zapatillas y la billetera. Durante la investigación surgió un testigo protegido y la confesión de Carlos Alkhanián, que inclinaron la balanza hacia la hipótesis de la pelea callejera. Alkhanián dijo haber golpeado, junto a Peque Brito y Walter Saldías, a Diego Lucena, pero que no fue él quién lo remató. Para la Fiscalía esto fue suficiente.
El Tribunal condenó a Aikhanián, Brito y Saldías por "muerte en riña", un delito por el que les dieron tres años y medio de prisión, al no poder determinar quién de ellos ejecutó a Diego. Hoy están libres. Martín Brítez recibió tres años y dos meses por falso testimonio y encubrimiento. Sin embargo, la familia dice que no encontró justicia. Jura y rejura que todo estuvo armado para encubrir responsabilidad policial.

Una muerte en caída libre

El sol comenzaba a asomarse a través del esqueleto de un edificio en construcción. Los obreros rosarinos sabían que se venía un día agitado. A las 10 de la mañana iba a llegar el camión de hormigón y todo tenía que estar a punto.
El encofrado estaba casi listo. Jorge Madero, un ayudante de carpintería de 20 años, se encontraba en el último piso terminando de acomodar las maderas que funcionarían de molde para el hormigón. Uno de los capataces dio la orden: “terminen de mojar el encofrado de una vez”. El molde de madera debía estar húmedo para que no absorbiera el agua del material. En eso estaban los obreros cuando llegó el camión y se estacionó en la entrada. El concreto en estado líquido giraba dentro del tambor.
La tarea del hormigonado no es nada fácil. Una manguera gigante transporta el cemento hasta el último piso del andamio y lo vuelca adentro del encofrado. No puede haber errores. Si una burbuja de aire queda en el interior de la columna se tiene que picar el bloque ya fraguado y empezar con el encofrado una vez más, de cero. Los operarios controlan este detalle con especial atención.
“Pongan a vibrar el hormigón de esa columna antes de que empiece a fraguar”, escucharon los trabajadores. El capataz de la obra parecía más nervioso de lo normal. El trabajo debía terminarse ese mismo día. Concentración. No había tiempo que perder, la mezcla ya estaba preparada. Una vez endurecido, el cemento ya no sirve. Los obreros no dejaron de trabajar ni por un segundo. No debían distraerse.
En el hueco de una de las barreras de seguridad del edificio en construcción, un cuerpo yacía inerte.
Madero falleció el 6 de junio de 2005. El joven carpintero cayó catorce pisos por el hueco de una de las barreras de seguridad del edificio situado en Belgrano al 900. El 10 de septiembre de 2008 la Justicia de Rosario procesó al ingeniero Ricardo Allely y los capataces Marcelo Lenz y Raúl Roldán como presuntos autores del delito de homicidio culposo, según informaron fuentes judiciales.
El muchacho cayó por el hueco de una de las barreras de seguridad. Golpeó contra un puente de madera ubicado en la planta baja del edificio. Luego de ocurrido el hecho, los compañeros denunciaron que los responsables de la obra habrían ordenado que continuaran trabajando hasta que se terminara el hormigón preparado, mientras el cuerpo de Madero permanecía tirado en la calle. La Justicia habría establecido que el operario no tenía colocados los arneses ni el casco reglamentarios y que no estaba inscripto en la Aseguradora de Riesgos del Trabajo (ART).
Horacio Benvenuto, juez Correccional de la 3ª Nominación de los Tribunales provinciales de la ciudad de Rosario, está a cargo del procesamiento que ya fue apelado por el ingeniero y los dos capataces acusados. Además de la causa penal, la madre del joven inició una demanda civil contra la empresa responsable de la obra, Capobianco SA. Una muerte en caída libre queda en manos de la justicia.
Telam

Hijos del encierro

Según un informe realizado por la Asociación por los Derechos Civiles (ADC) y publicado en el mes de septiembre, en Argentina son más de 160 los niños menores de cuatro años que viven con sus madres presas en las cárceles. Por ello, sufren perjuicios en la salud y en el ámbito educativo.
Los chicos que viven encerrados en prisión son, en su mayoría, hijos de mujeres cuya culpabilidad aún no ha sido probada. Según el informe de la ADC, entre los niños que son criados en las cárceles de la Ciudad de Buenos Aires, seis de cada diez son hijos de mujeres que aún no tienen condena, y, de los que viven en prisiones bonaerenses, nueve de cada diez están en la misma situación.
Otro dato que se revela en el informe es que del total de las mujeres presas, el 72% se encuentra cumpliendo una prisión preventiva, y sólo el 17% sufrieron alguna condena. “Nuestro objetivo fue mostrar a las autoridades y a la población en general la problemática a la que se enfrentan las mujeres que viven en la cárcel con sus chicos y, particularmente, la situación en que se encuentran sus hijos. Pretendemos que ese análisis sirva para mejorar las condiciones educativas de los chicos” asegura Micaela Finoli, del área de Educación de la ADC.
Respecto de la situación de las mujeres presas embarazadas, Finoli afirma: “Al visitar las cárceles observamos que estas mujeres no están debidamente atendidas, no reciben todos los tratamientos médicos de rutina que un embarazo requiere, así como tampoco se les brinda una alimentación adecuada ni la contención psicológica debida”.
Pero quienes sufren en mayor medida son los menores que se crían en un ambiente de encierro y aislamiento. “Observamos problemas en la alimentación y la salud de los chicos. En lo que respecta a la educación, los niños deberían tener asegurado poder ir todos los días a clases, contar con material didáctico, un transporte diario a la escuela y que los docentes estén capacitados para atender a estos menores que, claramente, no están en la misma situación que los niños y niñas que no viven en el encierro” describe la abogada.
Por otra parte, esos chicos que se crían encerrados se ven afectados desde el punto de vista afectivo. “Para ellos tampoco hay libertad. Al encontrarse privados del padre y de la familia, hay un sustituto que no está presente. Por más de que tengan o no lugares de dispersión, la sensación es de falta, de ausencia” afirma María Logióvine, licenciada en Psicología.Las carencias a nivel material, educativo y familiar pueden traer, además, consecuencias para el futuro de los niños. Al respecto, sentencia Logióvine: “Los afecta seriamente el hecho de ver que la madre sufre y está pagando una culpa. Esto, por supuesto, trae a futuro una marca traumática para el niño”.

jueves, 18 de septiembre de 2008

Primer post

Este es el primer post de Crímenes Urbanos, el nuevo blog de crónicas policiales de Capital Federal y Gran Buenos Aires. Cada quince días encontrarán crónicas, entrevistas, noticias y todo tipo de investigaciones sobre el crimen en los peligrosos barrios de BA. Los próximos posteos serán el jueves 25 de septiembre. Bienvenidos, y tengan cuidado.