Relato de una salida de amigos
Música, tragos, amontonamiento de gente y desborde parecen ser características típicas de una noche de sábado para cualquier adolescente. La usual salida con amigos, la reunión ruidosa y el alcohol se vuelven ingredientes indispensables del ritual juvenil que inunda los fines de semana.
Todo parece festejo. Gonzalo generalmente se junta con su grupo de amigos en la casa de Patricio, que queda cerca de los pubs, bares y boliches bailables de Lanús centro, al sur del conurbano bonaerense. Antes de la reunión, los muchachos van todos juntos al mercado mayorista y compran todo tipo de bebidas alcohólicas, inimaginables para un abstemio e impresionables incluso para un bebedor ducho. Las cajas de cerveza se amontonan en el chango, así como las botellas de Gancia, whisky, vodka y esencias de frutilla para deleitar a los paladares que prefieren sabores más dulces.
El clima de risas y festejo constante es la regla. Los chistes se suceden unos a otros y para una espectadora testigo de charlas ajenas los temas parecen banales pero dotados de la perspicaz singularidad de lo anecdótico y divertido. También me río con ellos de sus bromas, son compinches de códigos secretos, y otros no tanto, que consolidan una festividad incansable.
Por supuesto, llega un momento en que el observador externo se cansa cuando los púberes simulan ser infatigables. Por suerte llegó la madrugada y deben irse.
El destino es un bar llamado “Space” sobre la Avenida Hipólito Irigoyen que está enfrente de un boliche llamado “La zona” y a la vuelta de la legendaria discoteca “La Casona”, que fue cerrada hace dos años luego de que los amigos de un chico asesinado a golpes por un patovica incendiaran el local.
Se sientan todos en una mesa y es inevitable que la dispersión llegue en cierto momento de la noche. Gonzalo observa detenidamente a una chica que le sonríe. Sin pensarlo, se acerca a ella y se disponen a charlar. El coqueteo no se hace esperar. Ella le pregunta qué hace de su vida, él le cuenta que todavía no terminó el secundario y que está trabajando en un taller metalúrgico del padre de un amigo suyo. Ella está cursando el último año del secundario. Carolina bromea con él por su apariencia: “¿cómo vas a venir vestido con esas zapatillas rotas a este lugar?”. “El bar tampoco es la gran maravilla del mundo, él le contesta”. “¿Y te peleaste con el cepillo?”, remata Gonzalo. Ella le explica que el suyo es un peinado muy de moda.
“¿Son esos tus amigos?”, le pregunta Carolina. “Sí… son unos barderos”. “¿Pero por qué no les decís que la corten, están gritando mucho?”, le aconseja Carolina. “Dejálos”, le responde Gonzalo.
De repente, escuchan que a uno de sus amigos lo están increpando. Sin dudarlo, Gonzalo se levanta de su silla y va a fijarse qué sucede. Por el momento, lo que se puede observar desde el lugar de Carolina son muchos gritos y la espalda de un hombre corpulento, tal vez por unos kilos de más o demasiados anabólicos. De la vereda del frente, un grupo de transeúntes se detienen para observar el espectáculo, un poco teñido de antiguo festival circense y de película de acción hollywoodense. Se rompen platos, nota la cocinera, que corre hacia el interior del local con miedo y ansias de que termine su turno. Le va a reventar la vena, le va a dar un infarto al grandulón, piensa la camarera que, mientras tanto, trata de cobrar las mesas que le faltan por si llega a caer la policía y se van sin pagar.
Todo sucedía en un instante y ese lapso breve de tiempo parecía como una eternidad para los testigos. Golpes. Bandejas que se caen. Llantos. Pese a que todos veían, el miedo paralizaba a la mayoría.
¿Por qué se estaban peleando? Es por una mujer, un trago, le quiso robar plata, lo insultó, estaban borrachos. Las versiones son tantas como la cantidad de participantes que compartían un trago en el lugar. En ese instante, plagado de temor e incertidumbre, Gonzalo alcanzó al grandulón y lo amenazó: “¿qué te pasa con mi amigo?” A lo que le contestó: “¿y vos que te metés pendejo de mierda?” Claro que, a buen entendedor, pocas palabras. Y no hay oídos más sordos que los que no quieren escuchar. Metió la mano en el bolsillo. Chistó a otro. Se rieron de un modo cómplice. El grandote estaba acompañado.
La primera reacción fue salir corriendo, ya no importaba ni Carolina, ni la cerveza, ni los chistes entre pares… las zapatillas no daban más, corrían pero las balas de goma sonaban ruidosas muy cerca suyo… estaban muertos de cansancio, todo pasó a un lugar secundario: el colegio, los proyectos, la vida, las salidas, los amoríos, las noches de parranda, las películas que vio y las que no podría ver… pensó en su familia, su perro, la casa de la infancia y los recreos del jardín de infantes, todo se juntó en un momento, y en un instante todo se quedó en la nada. Sintió que se moría.
Una bala de goma alcanzó su pierna, cayó tendido al suelo. “No pasó nada, sólo te rompiste el jean, le dicen, quedáte tranquilo, otro día te llevamos a Levis y te compramos otro pantalón”. Bromeaban con él, querían que se tranquilice mientras llegaba la ambulancia. Por supuesto, que los policías ya se habían ido y los patovicas, amigos de los policías, se habían marchado también.
Lo que sucede es que hay otros que no tienen tanta suerte. A otras personas, jóvenes cuya vida social consiste en salir a bailar, simplemente las asesinan a golpes. ¿Y quiénes son los asesinos? Aquellos que se suponen que los protegen, esos hombres portadores de uniformes, de armas, de palos y de mucha droga en el cuerpo. ¿Y quiénes son las víctimas? Adolescentes, de entre 14 y 18 años, que aparecen en esos sitios con el objetivo de pasar un buen rato. Los que tienen una fortuna mejor sufren una paliza más o menos intensa y pueden contar el cuento, como Gonzalo. Pero otros, se lo llevan a la tumba.
Música, tragos, amontonamiento de gente y desborde parecen ser características típicas de una noche de sábado para cualquier adolescente. La usual salida con amigos, la reunión ruidosa y el alcohol se vuelven ingredientes indispensables del ritual juvenil que inunda los fines de semana.
Todo parece festejo. Gonzalo generalmente se junta con su grupo de amigos en la casa de Patricio, que queda cerca de los pubs, bares y boliches bailables de Lanús centro, al sur del conurbano bonaerense. Antes de la reunión, los muchachos van todos juntos al mercado mayorista y compran todo tipo de bebidas alcohólicas, inimaginables para un abstemio e impresionables incluso para un bebedor ducho. Las cajas de cerveza se amontonan en el chango, así como las botellas de Gancia, whisky, vodka y esencias de frutilla para deleitar a los paladares que prefieren sabores más dulces.
El clima de risas y festejo constante es la regla. Los chistes se suceden unos a otros y para una espectadora testigo de charlas ajenas los temas parecen banales pero dotados de la perspicaz singularidad de lo anecdótico y divertido. También me río con ellos de sus bromas, son compinches de códigos secretos, y otros no tanto, que consolidan una festividad incansable.
Por supuesto, llega un momento en que el observador externo se cansa cuando los púberes simulan ser infatigables. Por suerte llegó la madrugada y deben irse.
El destino es un bar llamado “Space” sobre la Avenida Hipólito Irigoyen que está enfrente de un boliche llamado “La zona” y a la vuelta de la legendaria discoteca “La Casona”, que fue cerrada hace dos años luego de que los amigos de un chico asesinado a golpes por un patovica incendiaran el local.
Se sientan todos en una mesa y es inevitable que la dispersión llegue en cierto momento de la noche. Gonzalo observa detenidamente a una chica que le sonríe. Sin pensarlo, se acerca a ella y se disponen a charlar. El coqueteo no se hace esperar. Ella le pregunta qué hace de su vida, él le cuenta que todavía no terminó el secundario y que está trabajando en un taller metalúrgico del padre de un amigo suyo. Ella está cursando el último año del secundario. Carolina bromea con él por su apariencia: “¿cómo vas a venir vestido con esas zapatillas rotas a este lugar?”. “El bar tampoco es la gran maravilla del mundo, él le contesta”. “¿Y te peleaste con el cepillo?”, remata Gonzalo. Ella le explica que el suyo es un peinado muy de moda.
“¿Son esos tus amigos?”, le pregunta Carolina. “Sí… son unos barderos”. “¿Pero por qué no les decís que la corten, están gritando mucho?”, le aconseja Carolina. “Dejálos”, le responde Gonzalo.
De repente, escuchan que a uno de sus amigos lo están increpando. Sin dudarlo, Gonzalo se levanta de su silla y va a fijarse qué sucede. Por el momento, lo que se puede observar desde el lugar de Carolina son muchos gritos y la espalda de un hombre corpulento, tal vez por unos kilos de más o demasiados anabólicos. De la vereda del frente, un grupo de transeúntes se detienen para observar el espectáculo, un poco teñido de antiguo festival circense y de película de acción hollywoodense. Se rompen platos, nota la cocinera, que corre hacia el interior del local con miedo y ansias de que termine su turno. Le va a reventar la vena, le va a dar un infarto al grandulón, piensa la camarera que, mientras tanto, trata de cobrar las mesas que le faltan por si llega a caer la policía y se van sin pagar.
Todo sucedía en un instante y ese lapso breve de tiempo parecía como una eternidad para los testigos. Golpes. Bandejas que se caen. Llantos. Pese a que todos veían, el miedo paralizaba a la mayoría.
¿Por qué se estaban peleando? Es por una mujer, un trago, le quiso robar plata, lo insultó, estaban borrachos. Las versiones son tantas como la cantidad de participantes que compartían un trago en el lugar. En ese instante, plagado de temor e incertidumbre, Gonzalo alcanzó al grandulón y lo amenazó: “¿qué te pasa con mi amigo?” A lo que le contestó: “¿y vos que te metés pendejo de mierda?” Claro que, a buen entendedor, pocas palabras. Y no hay oídos más sordos que los que no quieren escuchar. Metió la mano en el bolsillo. Chistó a otro. Se rieron de un modo cómplice. El grandote estaba acompañado.
La primera reacción fue salir corriendo, ya no importaba ni Carolina, ni la cerveza, ni los chistes entre pares… las zapatillas no daban más, corrían pero las balas de goma sonaban ruidosas muy cerca suyo… estaban muertos de cansancio, todo pasó a un lugar secundario: el colegio, los proyectos, la vida, las salidas, los amoríos, las noches de parranda, las películas que vio y las que no podría ver… pensó en su familia, su perro, la casa de la infancia y los recreos del jardín de infantes, todo se juntó en un momento, y en un instante todo se quedó en la nada. Sintió que se moría.
Una bala de goma alcanzó su pierna, cayó tendido al suelo. “No pasó nada, sólo te rompiste el jean, le dicen, quedáte tranquilo, otro día te llevamos a Levis y te compramos otro pantalón”. Bromeaban con él, querían que se tranquilice mientras llegaba la ambulancia. Por supuesto, que los policías ya se habían ido y los patovicas, amigos de los policías, se habían marchado también.
Lo que sucede es que hay otros que no tienen tanta suerte. A otras personas, jóvenes cuya vida social consiste en salir a bailar, simplemente las asesinan a golpes. ¿Y quiénes son los asesinos? Aquellos que se suponen que los protegen, esos hombres portadores de uniformes, de armas, de palos y de mucha droga en el cuerpo. ¿Y quiénes son las víctimas? Adolescentes, de entre 14 y 18 años, que aparecen en esos sitios con el objetivo de pasar un buen rato. Los que tienen una fortuna mejor sufren una paliza más o menos intensa y pueden contar el cuento, como Gonzalo. Pero otros, se lo llevan a la tumba.
Sólo por citar tres antecedentes:
2008, Quilmes: Marcha por la justicia
Los familiares, amigos y vecinos de Emmanuel Vera, un joven de 18 años asesinado de un balazo en el estómago en junio pasado a la salida de un boliche de Quilmes Oeste, realizaron hace tres semanas una marcha de antorchas para reclamar Justicia.
El padre de la víctima, Juan Carlos Vera, dijo que la protesta de antorchas se realizó en el cruce de Chile y San Martín, frente a la estación Ezpeleta. “Nos concentramos para pedir por el esclarecimiento de la muerte de Emmanuel y sus amigos proyectaron un video sobre los últimos días de Emmanuel con vida”, agregó su padre. “Todavía no hay culpables al cumplirse cuatro meses de su muerte y nos convocamos a marchar también por la seguridad para nuestros jóvenes”, añadió.
El hecho ocurrió la madrugada del feriado del 16 de junio último a la salida de un boliche situado en Craviotto y Calchaquí de Quilmes Oeste. El joven había salido de allí con unos amigos y, por motivos que se investigan, discutió con otro grupo de muchachos. Esos jóvenes primero se insultaron con Emmanuel y sus amigos y luego le efectuaron disparos desde un auto Peugeot 206 gris. El joven Emmanuel recibió un impacto en el abdomen a raíz del cual murió. Emmanuel tenía 18 años, era técnico Electromecánico egresado de la Escuela Mosconi y estudiante de Ingeniería; a la vez trabajaba en una empresa metalúrgica en Avellaneda y ya había sido seleccionado para empezar a trabajar en Astillero Río Santiago.
2006: Joven muere en La Casona tras haber sido golpeado por un patovica
El domingo 3 de Diciembre de 2006 un joven de 20 años, Martín Castellucci, fue brutalmente golpeado por guardias de seguridad del boliche de Lanús “La Casona”, lo que causó su muerte. Uno de los patovicas fue liberado el sábado 9 ya que el juez consideró que faltaban pruebas en su contra. Ese mismo día, comenzó a circular un mail entre los jóvenes que regularmente asisten a esa disco para manifestarse en el boliche esa tarde de sábado. Una gran cantidad de gente se plegó a la movilización y, si bien en su mayoría eran jóvenes de un promedio de 15 años, también había adultos y niños que participaron de la protesta.
El boliche está ubicado en la zona céntrica de Lanús. Históricamente, los dueños del lugar se empeñaron en que cierta clase de chicos sean asiduos concurrentes del boliche mientras que se estigmatizaba a otros jóvenes y se los excluía, ya sea directamente (prohibiéndoles la entrada sin razón alguna) o implícitamente (haciéndoles pagar el doble del precio de la entrada o exigiéndoles determinada vestimenta). En la cola y en la entrada los “tarjeteros” realizaban un trato diferencial con algunos jóvenes, quiénes afirman que percibían la constante persecución, intimidación y acoso por parte de los patovicas y dueños del boliche.
La ira contenida de los adolescentes enfurecidos por el asesinato de Castelluci se volvió fuego la tarde de la protesta en la calle. Tiraron piedras, incendiaron el patio del boliche, rompieron estatuas y cantaron. Según sus testimonios, era moneda corriente el hecho de que en el boliche discriminaran por la apariencia y que cobraran la entrada de acuerdo al color de la piel, el aspecto y la vestimenta de los adolescentes. Como la gota que colmó el vaso de agua, hordas juveniles se abalanzaron sobre el predio y ejercieron lo que comúnmente se denomina justicia por mano propia, que en la creencia popular asume la forma de “el que las hace las paga”.
2004, Caballito: Multan a dueño de boliche por un joven que resultó herido en su local
El propietario de un local bailable de la ciudad autónoma de Buenos Aires y un empleado de seguridad fueron condenados hace dos semanas a pagar unos 70.000 pesos de indemnización a un joven por las lesiones que recibió cuando se hallaba en el boliche.
La sentencia la dictó la Cámara Nacional en lo Civil a raíz del hecho registrado el 9 de junio de 2002 en el local ubicado en avenida La Plata al 700, en barrio de Caballito. La Sala E del Tribunal sostuvo que el explotador comercial del boliche tiene la obligación de asegurarle a quienes concurren al mismo que saldrán del sitio “sanos y salvos.”
El joven fue golpeado por un patovica, condenado por este episodio a dos años de prisión en suspenso por un tribunal penal, lo que provocó que tuviera que someterse a una intervención quirúrgica y quedara con insuficiencia respiratoria nasal. El damnificado inició demanda por incapacidad sobreviviente, daño moral y gastos médicos debido a la fractura de sus huesos de la nariz.
Los camaristas Fernando Racimo, Juan Carlos Dupuis y Mario Calatayud evaluaron que el propietario del lugar no se exime de responsabilidad por el hecho de que el empleado de seguridad "se haya extralimitado en sus funciones".
Mariana Marcaletti - Brenda Lynch Wade
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